¿La guerrilla de los sentires? Emociones, cárceles mentales y “salud mental”

El siguiente artículo fue publicado originalmente en la revista internacional anarquista Kalinov Most nº 12 que reproducimos a continuación para la jornada discusión que tendremos el miércoles 17 de diciembre en la Angry (más información acá). Agradecemos a lxs compañerxs de la revista el envío del texto y alentamos a todxs la lectura de esta publicación impresa.

Sin alcanzar a ser un discurso propiamente tal, una atmósfera o lógica argumentativa para hablar de las emociones comenzó ser frecuente en espacios y relaciones antiautoritarias. La quimera de los tan anhelados “espacios seguros” parecía encontrarse en aquellos puntos de encuentro o relaciones donde los sentires se validaban per sé.

Las sensaciones y su fugacidad comenzaban a tener una centralidad en nuestro quehacer político La angustia hacia las injusticias y los llamados a organizar la rabia tenían un pequeño hilo conductor vinculado directamente a aquellas sensaciones que experimentamos. Mientras unos suelen desmovilizar, los otros buscan aprovechar ese fogonazo.

Los transversales clamados por salud mental esconden aquel susurro donde la felicidad podría estar al alcance de la mano. Entre sensación, sentido, sentimiento y sentires el suicidio de cercanxs se ha transformado en un campo a ser politizado. A continuación realizamos un breve bosquejo de algunas ideas sueltas sobre esto y un poco más…


Un estereotipo esculpido en piedra que se resquebraja

El guerrillero urbano, la valiente encapuchada o el individuo entregado por completo a la causa. No hay respiros, no hay pausas, no hay dudas, todo es convicción y certeza tallada en piedra.

El prisionero irreductible que se amotina todos los días y desobedece a los carceleros, el encapuchado que muestra más osadía a la hora de acercarse a los blindados realizando verdaderos malabares con los cócteles molotov, el compañero que actividad tras actividad no muestra flaqueza alguna y con incendiaria retorica llama a continuar la lucha espantando cualquier cobardía.

Aquellxs compañerxs construyen relatos de una firmeza envidiable. No se trata solo de convicciones, voluntades o convencimientos teóricos sino de una seguridad y certeza a prueba de cualquier circunstancia. La muerte de compañerxs, la prisión o la infinidad de derivaciones de la lucha se asumen con un inmóvil rictus: Son las consecuencias de la lucha, se dice. Se dice y se repite.

Podríamos estar hablando del militante excepcional, de aquella figura tan bien expresada en los antiguos partidos o movimientos de izquierda. Dos caras de una misma moneda, por un lado el disciplinado militante obediente a la línea entregada desde el comité central o, por otro lado, aquel aguerrido, fogueado y admirado combatiente. En todos los casos un buen soldado.

Aquella figura tuvo su réplica y sus adecuaciones en entornos antiautoritarios e informales con bastante fuerza en aquel renacer del anarquismo en territorio chileno. Gran parte de los vicios de la izquierda también se trasvasijaban al momento de recomponer el hilo negro de nuestra historia con una máscara de consignas y certezas que cada vez perdía contenido y fortalecía más la forma.

La crítica anárquica a la jerarquía también conseguía arrasar con aquellos personajes. El tono abiertamente viril o cierto disciplinamiento ya no era visto con buenos ojos y la negación comenzó a socavar en gran parte aquel rol. De la necesaria crítica y cuestionamiento, de las ruinas de aquella estatua, se fue construyendo nada menos que su espejo deforme.

Pero vamos un poco más atrás…

La Modernidad y el ideal ilustrado que ha configurado a occidente se han basado en distintos paradigmas, destacando aquella división del individuo en dos dimensiones. Por un lado la razón versus el sentimiento. Dicotomías como esta se replican en distintas área: civilización/barbarie, religión/ciencia, cuerpo/mente, naturaleza/cultura, por solo mencionar algunos.

Esta visión había irrumpido en un mundo dominado por el pensamiento teocéntrico. En un escape al poder divino del rey y el sacerdote, la naciente burguesía buscaba una racionalidad en la producción y en el mundo que comenzaba a heredar. En sintonía con la división del trabajo, la integridad del ser humano sería cercenada, diferenciada y ubicada en polos opuestos.

Por un lado los sentimientos y emociones, relegados al mundo de lo privado o en el mejor caso de expresiones artísticas. Por otro lado la razón se vinculaba a una mirada cientificista y racional de comprender el mundo para desarrollar el progreso de la humanidad. El capitalismo veía y ve el progreso como el crecimiento ilimitado del capital, pero también el anarquismo no estuvo ajeno a esa mirada progresista y moderna. Como sabemos, el anarquismo no estuvo ajeno a este giro modernizador, la idea cientificista del anarquismo se encontró muy presente a principios de 1900. Solo había que colectivizar la producción, la ciencia y la razón nos liberaría del mundo de opresión.

Corazón caliente

Al poco andar la modernidad se develó como el mundo de la autoridad y el capital. La razón y los avances científicos lejos de pensar en algún tipo de emancipación consiguieron fortalecer las cadenas de opresión. Las matanzas se tecnificaron, los avances en la producción se aplicaron para el disciplinamiento y la vigilancia. El dominio se perfecciono a niveles impensados. La lucha anárquica fue identificando nuevos muros que derribar.

Esta crítica fue decantando en todos los sentidos posibles y en cierta medida en la forma en que desarrollamos la lucha anárquica. Negar ese ideal de una u otra forma también fue significando negar aquellos estereotipos de luchador/x para dar espacio a una forma distinta de llevar la lucha, algunos lo han entendido como parte de una crítica a la mirada occidental-colonial y otrxs como un cuestionamiento a un patrón patriarcal de valentía y coraje.

Podemos encontrar una vertiente en el afilado cuestionamiento al sacrificio como un valor levantado con fuerza por la tradición de izquierda. Ya para 1977 Alfredo Bonanno abría toda una línea crítica donde ubicaba a la cultura de la muerte, el trabajo y la opresión en oposición al placer y el juego como elemento disruptivo que debía ser guía en la lucha. Armar al placer significaba también librarse del culto al sacrificio, la espera y el uso de una racionalidad para organizar revoluciones en orden. “Sueñan con revoluciones ordenadas, principios pulcramente elaborados, anarquía sin turbulencias. Cuando la realidad toma un giro diferente empiezan a gritar ‘provocación’, vociferando hasta hacerse escuchar por la policía”.1

En este placer armado el centro volvía a estar en lo que sentían y experienciaban los sujetos. La rabia, el hastío y el aburrimiento se transformaban en fuerza y potencial movilizador de voluntades y decisiones que avanzan por fuera de cualquier manual o programa revolucionario.

Es en los años más recientes que este cuestionamiento a la razón y centralidad de las vivencias da un nuevo giro. Un nuevo lugar comienza a solidificarse y asentarse dentro de la oposición al dominio. Los sentimientos comienzan a ocupar el centro en lo político. La ya conocida frase de lo personal es político y lo político es personal, lejos de buscar exponer una forma de confrontar a la autoridad en el cotidiano se transforma en ubicar los sentires como protagonistas de nuestro quehacer político.

A la devastación capitalista, la brutalidad represiva, las incursiones militares en cualquier parte del mundo la respuesta se centra en el impacto que genera en nosotrxs como espectadores. El agobio, la tristeza, la desolación, la desesperanza y la pena comienzan a transformarse en lugares para habitar un antagonismo al dominio. De esta forma al bombardeo continuo de noticias/imágenes, a una vida cotidiana de opresión, nuestra respuesta es la fragilidad o sentirnos profunda y honestamente afectados.

Los horrores en Palestina, las brutales condiciones carcelarias de algún compañerx, algunas imágenes de palizas por parte de la policía… en verdad todo termina dando un poco igual y se resume en el efecto de sentirnos demolidos por el dominio, transformando al colectivo y el entorno político en acompañantes y contenedores de quienes tambalean ante los consternaciones.

No es un sentimiento que suele generar un llamado real y práctico a movilizarse. No nos referimos a alguna convocatoria o actividad especifica, sino que la forma de gestionar estos sentimientos se aleja del llamado real a la movilización de voluntades y decisiones en torno a tal o cual tema. El agobio particular por un acontecimiento se suma a otro y otro en un círculo en picada de nuevas y “terribles injusticias”. La Guerra Social entonces se libraría entre sufrientes y agobiados.

Politizar los sentimientos

Señalar la existencia de una política basada en los sentimientos puede sonar innovador, poético, parte de algún estudio antropológico e incluso una mirada bastante atractiva como crítica a la racionalidad. La vuelta al sujeto e individuo como centro de cualquier transformación, ciertamente se basa e incluye a los sentimientos y como estos van moldeando algún camino en la lucha. No hay duda de aquello.

Pero deambular guiados desde un reflejo emocional los caminos de negación a este mundo solo puede traer confusión y reforzar estereotipos carentes de contenido.

Ante algún momento social desesperanzador se adhiere al nihilismo (o lo que se interpreta que podría ser el nihilismo), cuando los vientos permiten cierto florecimiento de organizaciones territoriales o levantamientos masivos, la esperanza se pone en lo social levantando las banderas de un supuesto anarquismo social. Cuando la rabia nos embarga validaríamos la acción y nos sentiríamos en la línea de un supuesto anarquismo insurreccional. En tiempos donde la amenaza del fascismo en el gobierno pareciera estar más cerca y los entornos ácratas se encuentran de capa caída, el miedo movilizaría hacia las urnas y el mal menor.

Utilizar matrices de teoría y práctica como ropajes intercambiables no solo banaliza cualquier proyección de las mismas, sino que las vacía de sentido y las transforma en estereotipos, simples caricaturas o tribus urbanas por donde pasear según el estado anímico de los sujetos.

Validar las emociones como una forma de navegar por un supuesto abanico político donde cada una estaría ligada a una tendencia determinada impide cualquier debate o proyección de las mismas. Las cierra en formatos que no son tal y desfonda cualquier planteamiento serio de antagonismo al domino.

La lucha anárquica continúa aun cuando ya no estés enojado, triste, melancólico, nostálgico o alegre.

y las Cárceles metales?

El sentido de las frases o las construcciones literarias que generamos van cambiando. No debería asustarnos aun cuando a ratos podamos quedar perplejos con algunas derivaciones. El lenguaje está vivo y eso lo sabemos.

Cuando comenzó a acuñarse el concepto de “cárceles mentales” dentro de entornos anárquicos hacía alusión a los obstáculos y barreras que nosotrxs mismos nos fijábamos para no pasar a la acción. Verdaderas cadenas emplazadas principalmente en el miedo o las limitaciones de lo que no es posible. De estas barreras habría que librarse para vivir la anarquía aquí y ahora como una lucha constante contra el poder.

Con el paso del tiempo el concepto fue modificando su sentido y significado hasta constituir en el presente una amalgama de características vinculadas con la denominada salud mental. Entonces las cárceles mentales ya no son ni los miedos, ni las limitaciones autoimpuestas sino emociones tales como pena, frustración, angustia, desolación, -hasta ahora- posibles de resumir en lo que se denomina clínicamente como depresión.

Estos sentimientos asociados como algo negativo son los barrotes de aquella cárcel que estaría destinada a un temible futuro autodestructivo del sujeto: El suicido.

Tema tabú en la gran mayoría de las sociedades a lo largo de la historia, el suicidio es condenado principalmente porque significa la autoeliminación de los sujetos sociales. Si atentar contra la vida humana es grave, atentar contra la propia vida es imperdonable. El cristianismo los manda al infierno y la clásica (y no tan clásica) moral revolucionaria los encuentra poco dignos y cobardes, en el orden social varias legislaciones han transformado al suicido en un delito, por lo que aquellos sobrevivientes deben enfrentar luego a la justicia.

Las teorías sobre el suicidio son amplias y han abarcado distintas miradas, desde las que han visto elementos hereditarios o genéticos en aquella decisión, otras que han visto una relación directa entre las condiciones sociales y cómo afecta a los individuos. Dentro de esta última mirada encontramos dos grandes categorizaciones,2 por un lado un suicidio egoísta basado en la desvinculación con la sociedad o grupo humano, donde la ausencia del sentido de pertenencia y apoyo fomentaría este final. En la otra vereda nos encontráramos con el suicidio fatalista, motivado por el exceso de sociabilidad, donde las normas sociales y su control pesan tanto sobre el individuo, que el suicidio se transforma en una opción para escapar de aquellas imposiciones.

Es cierto y no lo podemos negar, un suicidio es una muerte violenta y trágica. Cuando golpea a algún amigo o familiar es ciertamente desolador y las divagaciones sobre los motivos y las angustias abundan. Entre quienes han buscado profundizar una mirada de “cárceles mentales” o una especie de visión anarquista actual de la “salud mental” destaca la completa ausencia de una validación de aquella decisión. Según esta visión actual el suicida sería quien sufre problemas que pueden solucionarse con amor, ternura, apoyo mutuo o, en algunos casos, con lucha (dependiendo según la perspectiva específica). En ningún caso una decisión consciente y muestra en muchos casos de la última autodeterminación posible: la decisión del propio individuo sobre su cuerpo, existencia y vida. El tabú religioso y legal parece extenderse hasta nuestro bando.

A la mirada ciertamente simplista, donde el suicidio se puede prevenir con más comunidad y cariño entre lxs compañerxs cercanxs, en la práctica se omiten las condiciones estructurales de un orden de opresión y alienación que sistemáticamente disocia al sujeto y hacen de ciertas condiciones de vida poco auspiciosas de ser vividas. Las referencias a una causa estructural son abstractas y se quedan en una lucha testimonial contra el sistema, donde la victoria vendría a ser rechazar el suicidio y fortalecer los lazos de cariño entre pares.

En algunos aspectos hemos podido ver reiteradamente durante los últimos cinco años (a lo menos) una serie de reivindicaciones políticas de compañerxs o cercanxs que se han suicidado. La amargura por la pérdida de ellxs ha llevado a sus cercanxs -compañerxs antiautoritarixs- a solicitar una serie de medidas de salud mental al Estado, o en liceos y universidades.

Estas solicitudes/exigencias/denuncias/demandas no vienen desde familiares o amistades, sino de compañerxs anárquicxs y antiautoritarxs que exigen más psiquiatras y psicólogos, más inversión en “salud mental”, más fármacos para frenar los efectos del sistema. Micros arden en llamas, barricadas son incendiadas y policías reciben bombas molotov para evidenciar aquel particular petitorio. De pronto el uso de fármacos para “tratar la depresión” es algo bien visto, parte de una suerte de subcultura donde son validados y retratados como una gracia. La terapia es concebida como una herramienta solucionadora y mágica que purgaría todos los males y efectos de la sociedad.

Los años de desarrollo de una reflexión antipsiquiátrica y una práctica contra la industria farmacéutica son completamente olvidados. Psicólogos y psiquiatras, profesionales moldeadores de sujetos para hacerlos funcionales al sistema, eran fuertemente criticados y despreciados. El propio concepto de salud mental es reproducido y utilizado sin ningún cuestionamiento a su función normalizadora y productora de sujetos funcionales al sistema.

Experiencia de pacientes psiquiátricxs que en distintos niveles han desarrollado una crítica desde adentro se suma a varios ex “profesionales de salud” que han decidido invertir sus estudios para un cuestionamiento radical de su labor y campo. El discurso antipsiquiátrico es amplio y ha tenido diversas vertientes, desde aquellas que señalan a la enfermedad como un síntoma del dominio, otras que señalan la existencia real pero que solo debe y puede abordarse con una trasformación social radical y otras que han enfatizado en la cantidad de enfermedades falsas atribuidas por médicos destinadas principalmente al control social.

Sin asco y con toda una visión científica de respaldo, la psiquiatría a mediados del siglo XIX descubría una nueva patología entre los esclavos negros: La dysaesthesia aethiopica era aquel trastorno mental que hacía que los esclavos buscaran liberarse. ¿El remedio? Sesiones de azotes. Entre esos azotes, las terapias de electorshock, terapias de reorientación sexual o entre la dysaesthesia aethiopica o trastornos de la identidad de género,3 la psiquiatría ha dado bastantes pruebas de su rol en este sistema, como para terminar avalándola.

Sin ir más lejos Foucault, ya transformado en un ícono pop, reiteró hasta el cansancio la similitud de cárceles con psiquiátricos como reproducción de control y poder. Además, señaló que la categorización de “anormalidad” tanto como la de “normalidad” (que dialoga con la de salud mental) refieren al desvío del individuo con respecto a determinados regímenes de verdad que varían a lo largo del tiempo y son siempre funcionales al dominio (o son el dominio mismo). Claro está, no es una referencia solo al encierro de los sujetos o estructura física, sino a todo el entramado existente que lo sostiene. La ausencia de una crítica antipsiquiátrica cuando se habla de salud mental es ciertamente aterradora, principalmente porque se termina solicitando fortalecer nuestras cadenas.

El recorrido de lucha antipsiquiátrica tiene mucho que enseñarnos y aún más por explorar.

“El manicomio es la racionalizacón más perfecta del tiempo libre. La suspensión del trabajo sin traumas para la estructura mercantil. La ausencia de productividad sin negación de la productividad. El loco no necesita trabajar y, al no trabajar, confirma la sabiduría del trabajo como contrario a la locura. Cuando decimos que no es el momento del ataque armado contra el Estado, estamos abriendo las puertas del manicomio a los compañeros que están llevando a cabo este ataque; cuando decimos que no es el momento para la revolución apretamos las correas de una camisa de fuerza; cuando decimos: estas acciones son objetivamente una provocación, nos ponemos las camisas blancas de los torturadores (…) Cuando el número de oponentes era pequeño la pistola funcionaba bien. Diez muertos son tolerables. Treinta mil, cien mil, doscientos mil podrían marcar un punto fundamental en la historia, una referencia revolucionaria de tan deslumbrante luminosidad que perturbaría durante tiempo la pacífica armonía del espectáculo mercantil. Por otro lado el capital se ha hecho más astuto. El fármaco tiene una neutralidad que no poseen las balas. Tiene la coartada terapéutica.”4

Algunas palabras al cierre

El simplismo de asociar emociones con determinadas ideologías o peor aun con determinadas tendencias dentro del pensamiento revolucionario crea y reproduce nefastas caricaturas. La representación de represores o fascistas como sujetos alterados, enojados revanchistas y egoístas puede tener una cuota de realidad, pero no siempre es así. Los sujetos que ejercen las mayores brutalidades pueden tener su cuota de ternura en su intimidad, pueden amar e incluso ser graciosos lo que no los hace en ningún caso menos responsable de sus acciones.

El gran choque mental por parte de los militantes revolucionarios con los torturadores de las distintas dictaduras latinoamericanas durante los setenta decía –en parte- relación con aquello. En horario de oficina era un sádico, pero luego un padre de familia ejemplar, un cariñoso esposo y un muy buen vecino. Las caricaturas no estaban funcionando ni siendo capaces de representar la brutalidad y dureza del dominio y sus ejecutores.

En ese mismo sentido esta lógica no solo construye endebles imágenes de cartón, sino que configura a los seres humanos desde una única dimensión con sentimientos limitados entregando al bando contrario la otra gama de sentimientos considerados negativos. Lxs revolucionarixs aman, los fascistas y represores no.

Por otra parte la promesa de una existencia sin tristeza, angustia o pena pareciera no estar tan lejos de aquellos folletos entregados por evangélicos con familias felices donde lobos juegan con corderos en un paraíso terrenal. La pena es parte de la amplia gama de sentimientos humanos, el tema nunca pasa por tratar de erradicarla sino saber gestionarla, pero por sobretodo identificar la vinculación de cualquier sentimiento con la sobrevivencia en un mundo de autoridad y mercancía. Entonces el problema no es sentir angustia o pena, sino sentirla por encontrarnos oprimidos en esta realidad.

El impulsivo llamado a más psicólogos, psiquiatras, pastillas o incluso a fortalecer el sistema de “salud mental” estatal o para-estatal tiene su directo reflejo en aquellos ciudadanos que para buscar solucionar la inseguridad y delincuencia llaman a más policías y penas de prisión más altas. Ambas situaciones no identifican la raíz del problema y se centran en sus síntomas y consecuencias. Lo más interesante es que ni en el mejor de los casos ambas soluciones resuelven el problema. Es una quimera señalar que más policías y penas altas solucionarían la delincuencia, como al igual pensar que terapias y pastillas para todxs podrían resolver una forma de vida que cotidianamente nos está machacando.

En ese sentido hay experiencias en el pasado reciente y el presente de quienes han venido trabajando estos temas. Desde SPK (Colectivo socialista de pacientes)5, organización alemana de pacientes y psicólogos durante la década de los setenta en Alemania que elaboraron una crítica radical al tema que estamos abordando. Por otra parte la publicación “enajenadxs”6 da cuenta también de una serie de reflexiones al respecto. Ambas experiencias enmarcadas en lo que se ha denominado como antipsiquiatria, que aun con sus contradicciones internas y debates que van desde la necesidad de cierto tipo de medicamentos o su total rechazo, asumirse como psiquiatrizados o cuestionar los parámetros con que se fija lo anormal, han creado sinceros y ricos avances en una postura radical que apunta a la raíz del problema y que explora soluciones fuera del sistema.

1 Alfredo Maria Bonanno, El placer armado, 1977.

2 Durkhiem

3 “Enfermedad mental” incluida en la “Clasificación Estadística internacional de enfermedades y problemas relacionados con la salud” , décima revisión (2008) descrita como: “Deseo de vivir y de ser aceptado como integrante del sexo opuesto, habitualmente acompañado de un sentimiento de incomodidad o de inadecuación al sexo anatómico propio, y del deseo de someterse a cirugía y a tratamiento hormonal para hacer el propio cuerpo tan congruente como sea posible con el sexo preferido por la persona”.

4 Alfredo Maria Bonanno, El placer armado, 1977.

5 Parte de su experiencia puede encontrarse en “SPK. Hacer de la enfermedad un arma”. Editorial para Enfermedad, 2020.

6 Gran parte de sus textos y experiencias pueden encontrarse en el libro

“UHP − ¡Uníos Hermanxs Psiquiatrizadxs en la guerra contra la mercancía!” de Taller de Investigaciones Subversivas UHP. España, 2007.

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